Textos y Consignas

Los textos que se reproducen a continuacion son extraidos aleatoriamente de las numerosas lecturas de estos años en los que transité la consistencia molecular de palabras y oportunidades.
Las Consignas escriturarias ayudan, desde su eventualidad, a construir el tejido igneo de las palabras a partir de una forma no estructurada de entenderlas.
Asi, forma y contenido, no son referencias de un marco teorico.
Mas sencillamente, Textos y Consignas son un juego ceremonial al que no hay que darle mucha veracidad.
Solo un poco, poquito de ternura y solidaridad...

martes, 24 de mayo de 2011

Isaac E. Babel- El Despertar

Toda la gente de nuestros medios –viajantes de comercio, tenderos, empleados de banca y de oficinas navieras- hacia aprender música a sus hijos. Mis padres, al no ver la posibilidad de prosperar, recurrieron a esta lotería, la cual descansaba en las espaldas de los pequeños. Odessa se hallaba arrastrada por esa locura más que otras ciudades. Y lo cierto es que durante varios decenios surtió de niños prodigio las salas de concierto del mundo. De Odessa salieron Misha Elman, Cimbalist y Gabrilovich, entre nosotros dio sus primeros pasos Yasha Jeifets.
Cuando un chico cumplía cuatro o cinco años, la madre llevaba a aquel ser minúsculo y enclenque al señor Zagurski. Este tenía una fábrica de niños prodigio, una fabrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatos de charol. Hacia por encontrarlos en los tugurios moldavos y en los hediondos patios del Mercado Viejo. Zagurski les daba las primeras lecciones y luego los niños eran enviados a Petersburgo, al profesor Auer. En las almas de estas criaturas desmedradas, de abultadas cabezas, vivía una poderosa armonía. Mas tarde se convertían en afamados virtuosos. Y mi padre decidió que yo debía ser uno de ellos. Aunque por mi edad ya no podía ser un niño prodigio –había cumplido trece años- por mi estatura y mi débil complexión podía pasar por uno de ocho. En ello cifraba toda su esperanza.

JD Salinger- Boca bonita y verdes mis ojos

Cuando sonó el teléfono, el hombre canoso le pregunto a la muchacha, con cierta deferencia, si por alguna razón quería que no atendiera. La muchacha le escucho como desde muy lejos y dio vuelta su cara hacia el, un ojo –el cercano a la luz- bien cerrado, el otro, muy abierto, aunque cínico, grande y tan azul que parecía casi violeta. El hombre canoso le pidió que se apurara, y ella se incorporo, apoyándose sobre su antebrazo derecho, con la rapidez necesaria para que el movimiento no pareciese despreocupado.
Se quito el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo: “Por Dios. No se. Quiero decir ¿que te parece?” El hombre canoso dijo que no veía la maldita diferencia entre una cosa y otra, y deslizo la mano izquierda debajo del brazo en el que se apoyaba la muchacha, moviendo los dedos desde el codo hacia arriba hasta alcanzar la calida superficie de unión con el torso. Busco el teléfono con su mano derecha. Para no alcanzar a ciegas, tuvo que incorporarse un poco más, lo que provoco que atropellara la pantalla del velador con la parte posterior de la cabeza. En ese instante la luz favoreció su cabello gris, casi blanco, aclarándolo vivamente. Aunque desordenado en ese momento, evidenciaba un corte reciente o, más bien, un cuidado perfecto. Convencionalmente corto en la nuca y las sienes, pero un poco mas largo en los costados y arriba, con el toque justo, en efecto, para otorgarle un frívolo “aspecto distinguido”.

Rodolfo Walsh- Un oscuro día de justicia

Cuando llego ese oscuro día de justicia, el pueblo entero despertó sin ser llamado. Los ciento treinta pupilos del Colegio se lavaron las caras, vistieron los trajes azules del domingo y formaron filas con la rapidez y el orden de una maniobra militar que fuera al mismo tiempo una jubilosa ceremonia: porque nada debía interponerse entre ellos y la ruina del celador Gielty.
En la penumbra de la capilla olorosa a cedro y a recién prendidos cirios, el celador Gielty seguía rezando de rodillas como rezo toda la noche. Escurridizo, Dios afluía y escapaba de sus manos, acariciándolo igual que a un chico enfermo, maldiciéndolo como un réprobo o deslizando en su cabeza esa idea intolerable, que no era a El a quien rezaba, sino a si mismo y su flaqueza y su locura.
Porque si bien los signos no fueron evidentes para todos, el celador Gielty venia enloqueciendo en los últimos tiempos. Su cerebro fulguraba noche y día como un soplete, pero lo que hizo de el un loco no fue el resultado de esa actividad sino el hecho de que iba consumiéndose en fogonazos de visión, como un ciego trozo de metal sujeto a una corriente todopoderosa y llameando hasta la blancura mientras buscaba su extinción y su paz.
Y ahora rezaba sintiendo venir a Malcolm como lo había sentido venir a través de la bruma de los días de las semanas, y tal vez de los meses de los años, viniendo y aumentando para conocer y castigar: el hombre cuya cara se multiplicaba en los sueños y los presentimientos diurnos, en las formas de las nubes o el reflejo del agua. Astuto y seguro venia, labios tachados por un dedo, sin quebrar un palito del tiempo.